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Wednesday, May 09, 2007

El turno de las víctimas

El turno de las víctimas

En septiembre de 2006, publicamos este reportaje que la semana pasada fue galardonado con el Premio Lorenzo Natali en Derechos Humanos y Democracia, uno de los más prestigiosos del mundo. Su autora, María Teresa Ronderos, es asesora editorial de Semana y columnista de Semana.com
Fecha: 05/08/2007 -1271


María Zabala perdió casi todo hace 16 años. Asesinaron a su esposo, a su hijo, a otros dos familiares y a varios vecinos de San Rafaelito, una vereda del campo cordobés. Los que quedaron vivos salieron corriendo y, como María y sus seis hijos pequeños, dejaron tiradas sus magras pertenencias, sus casas y la oportunidad de ir a la escuela. “En este conflicto he perdido los mejores años de mi vida”, dice María, en forma didáctica, quizá por las veces que ha repetido la historia.

¿Quiénes fueron? No lo sabe, ni por qué. Le gustaría saber; que todos supieran. ¿Qué le puede reparar el daño causado? Nada, en realidad. Pero sí quisiera que las personas que han sufrido tanto tengan “una luz que les pueda iluminar los años que les queden”. Una vivienda digna como la que tenían, tranquilidad, que los hijos puedan estudiar. El dolor le dejó a María el deseo de salir adelante, y se volvió líder de su comunidad.

En el otro extremo del país, en Pradera, Valle del Cauca, el dirigente del resguardo Kwet Wala, Luis Ángel Perdomo, asumió la defensa de su territorio porque, como él dice, “el indio no es indio sin tierra”, después de los terribles sucesos de 2001. Entonces, se desapareció una familia que había salido del resguardo: papá, mamá y su hijo de 9 años. Los localizaron a los pocos días en una fosa recién cavada, muy cerca del campamento de las AUC. Les habían cercenado los órganos sexuales y se los embutieron en la boca. Al niño le cortaron el pelo a machete con todo y cuero cabelludo. Cuatrocientos miembros de la comunidad encararon a los paramilitares para que respondieran por el acto atroz. Ellos negaron todo. Se denunció a la justicia. La Red de Solidaridad les dio tres millones a cada uno de los otros seis hijos de la pareja.

Las Madres de la Candelaria no piensan ni perdonar ni olvidar hasta cuando aparezcan sus desaparecidos Reconciliadas, Las madres podrán “disponer su corazón y hacer que sus hijos saquen el odio guardado y crean que este mundo es posible sin guerra”. La escena fue captada en Bosa, Bogotá, en 2006. FOTO: JUAN CARLOS SIERRA / SEMANA
PUBLICIDAD ¿Se sintieron reparados con esto? No, dice Luis. “La plata divide”. Entonces, ¿cómo recompensar la humillación? “Quizá si les hubieran dejado realizar el sueño de sus mayores muertos: trabajar su finca de café. Pero no pudieron volver allá”.

Lejos de allí, en la zona rural de El Peñol, Antioquia, hace unos meses, hombres armados se llevaron al marido de Gloria Inés Gaviria a las 4 de la mañana. Le preguntaban por su vecino. “Hablaban con maña”, y no supo si eran guerrilla o paramilitares. Ella se quedó con sus hijos, temblando, esperando. Cuando amaneció escucharon dos tiros. “Mataron a mi papá”, le dijo la niña. Ella no le creyó: “A su papá,¿por qué?”. Los encontraron muertos en la casa del vecino.

Gloria y su marido, Alonso, eran mayordomos de una finca. Ella, una mujer menuda y dulce, asumió las labores rudas del hombre de la casa, para no perder su trabajo. Todas, menos cuidar la finca de noche. El miedo no la dejaba dormir. Cada ladrido de perro era augurio de que vendrían por ella y los niños. Estuvo mes y medio quedándose en otras casas. Los patronos la despidieron por incumplir. “Tenían razón, dice resignada, no estaba de noche”. Está tramitando un apoyo del gobierno, pero no le creen su historia. No tiene testigos. “Es como si se hubiera muerto un perro”, dice, sin derramar una lágrima.

Cada uno de los familiares de las 8.449 personas asesinadas en masacres desde 1993 y de los 22.700 secuestrados desde 1996 tiene una tragedia qué contar. Las madres, los hijos de los 844 indígenas, 433 maestros, los 419 sindicalistas, los 243 concejales, los 28 periodistas, los 74 alcaldes asesinados desde 2000 quieren ser escuchados y exigen saber por qué. Cada uno de los 1.432 heridos por las minas antipersona desde 1993 y los que dependían de los 401 civiles volados por estas minas quisieran ser reparados física y moralmente. Los que siguen buscando a sus 7.600 desparecidos desde 1993, según Asfaddes,quieren que les diga dónde están. Cada uno de los 2.320.000 desplazados, registrados por la Pastoral Social Católica aspira a dignificar sus vidas.

Cientos de miles de voces soterradas, un mar de dolor sumergido. Sus cuentos tristes apenas si se escuchan; se volvieron parte del paisaje. Quizá en la imagen televisiva de un segundo de la madre que llora junto al cajón; en la noticia pasajera de desplazados que, desesperados, se tomaron un parque; en los carteles mal escritos de las familias que pegan sus rostros a los vidrios de los carros, mientras cambia el semáforo en la calle. Es difícil seguir viviendo en Colombia si se reconoce la magnitud de la tragedia, que aún no cesa. Es mejor no verla.

Haciéndose oír
Últimamente, sin embargo, las estrellas están coincidiendo para que las voces de las víctimas emerjan con fuerza. El conflicto, aunque continúa, mermó su intensidad. Por eso algunos se han animado a hablar.

Además, las víctimas, que se hartaron de rogar, se han ido organizando para sumar voces y hacerse sentir. Hay asociaciones de víctimas de larga data, como Asfaddes y otras recién creadas como el Mvce de Iván Cepeda. “Que el dolor no se quede sólo en la víctima, sino que cada dolor sea el dolor de toda la sociedad”, fue el elocuente mensaje del encuentro De víctimas a Ciudadanos en Nariño, Antioquia, en noviembre pasado. Una sola muestra de cómo ha crecido esta fuerza está en la recopilación de un año en cinco regiones del Banco de las Buenas Prácticas del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo: encontró 250 experiencias asociativas para superar el conflicto. “Es participar en lo público para que no vuelvan a pasar las cosas que pasaron”, dice María Teresa Muñoz, coordinadora del Banco.

Cientos de organizaciones no gubernamentales e iglesias de distintos credos se han dedicado en silencio a apoyar a las víctimas, en estos años tremendos. La Iglesia Católica ha tejido la red más extensa. Fue la primera en hacer un informe sobre desplazamiento forzado en 1994. Con Ruth, un compendio de las desgarradoras historias de las mujeres desplazadas, las acompaña. Y con TeVeré, preserva la memoria de víctimas del conflicto armado para que “puedan reparar su dignidad y construir una vida sin odio”, dice monseñor Héctor Fabio Henao, director de la Pastoral Social.

Otras ONG, como la Comisión Colombiana de Juristas, han librado batallas nacionales e internacionales en defensa de los derechos de las víctimas.

Es más, las víctimas colombianas ya no están tan solas. En el mundo se torna hegemónico el pensamiento de que los procesos nacionales de reconciliación deben reconocer la necesidad de reparar a las víctimas, la urgencia de que se sepa algún nivel de verdad y que haya alguna justicia para los crímenes atroces. Y la jurisdicción internacional para hacer valer estas normas es cada vez más poderosa, y pesa más en los fallos de las cortes nacionales.

En ninguna de las anteriores negociaciones de paz en Colombia, ni siquiera en la más reciente con las Farc, se pensó en las víctimas, pero en el proceso con las AUC la influencia internacional volvió una obligación incluirlas. Así, la Ley de Justicia y Paz, cuyo objetivo principal era lograr la desmovilización y el desarme de las AUC, terminó creando la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (Cnrr) y un fondo de reparación financiado principalmente con los bienes de los victimarios. En su revisión de la ley, la Corte Constitucional, hizo más explícito y obligatorio este reconocimiento de las víctimas. Y la Procuraduría, en el extenso informe que publicó sobre el desarrollo de la desmovilización paramilitar, recomienda apelar a los mecanismos constitucionales y tratados internacionales firmados por Colombia, y no sólo a la Ley de Justicia y Paz, para poner en mejor situación a la víctima que al victimario.

La existencia de la Cnrr, con miembros comprometidos con las causas sociales desde diversos campos, recursos y estabilidad por ocho años, da un primer aliento a la organización de las víctimas. Ahora tiene la titánica tarea de volver real y efectiva la respuesta del Estado a esos miles de damnificados del conflicto.

¿Quién no es víctima?
La Comisión tiene claro que considerará como víctimas a las de guerrillas y paramilitares, y también quienes sufrieron a manos de agentes del Estado. ¿Pero desde cuándo empezar a contarlas? Hay diversas fechas posibles y ninguna deja de ser polémica: 1964, cuando nacieron las guerrillas; mediados de los 80, cuando empezaron los paramilitares; 1990, cuando se agudizó el conflicto armado; 1991, cuando se aprobó la Constitución que reconoce los derechos fundamentales. También se deben establecer los criterios para reparar a las víctimas: a quién sólo se le reconocerá en forma simbólica, a quiénes, una reparación colectiva o la restitución de lo que les quitaron, o una indemnización individual.

¿Quiénes son víctimas? Muchos fueron víctimas y pronto se volvieron victimarios. Manuel Marulanda, la familia Castaño Gil. El consenso es que al tomar la ley en sus manos no merecen reconocimiento alguno, pues, por decirlo cínicamente, ya se resarcieron el daño. Pero, ¿y los que están en las zonas grises? ¿Los que murieron a manos de narcotraficantes que ahora han sido aceptados como paramilitares? ¿Son víctimas del conflicto o del narcotráfico? ¿Y los que eran cómplices civiles de armados y defendían todas las formas de lucha? ¿Quién juzga a una víctima como victimario, sin correr el riesgo de equivocarse y humillarlo aun más?

Están las madres de los guerrilleros y los miembros de las autodefensas, muchos de ellos menores de edad. Arrastrados al conflicto a la fuerza, o por falta de oportunidades. ¿A ellas quién las cuenta? “Yo no tengo derechos porque mi hijo estuvo en eso de los paramilitares durante un mes y 12 días, hasta que el Ejército lo mató en combate”, dice Gertrudis Nieto, de Sonsón, Antioquia, que saluda con un apretón fuerte de mano. No la atendieron en la Red de Solidaridad, no le dieron mercados, ni nada, aunque Jesús Amado ayudaba a mantener la casa y ella hoy pasa las duras para levantar el diario. Si la reconocieran como víctima, le gustaría que su hijo menor cumpliera su sueño de ser policía.

Hay otras madres en el limbo porque en guerras tan mezcladas, sus hijos pudieron haber caído por el conflicto armado o no. A Amparo Mejía se le desapareció el esposo en 2002 y a Marta Inés Cardona el suyo en 2004. Parece que fue la guerrilla que se los llevó del campo antioqueño, pero no lo saben. La hija de Myriam Montoya fue al centro de Medellín en 2002, y en un enfrentamiento entre unos secuestradores y las autoridades, se esfumó. Al hijo de Rosaelena Herrera lo sacaron del hospital de Buga. Le dijeron que la Sijín se lo había llevado. Lo ha buscado cada día desde ese 17 de octubre de 2003. No le dan razón. Estas mujeres y otras 200 más están agrupadas en Las Madres de la Candelaria. Se reúnen todos los miércoles en la Plaza de Berrío a clamar porque aparezcan sus hijos y esposos.

Y, por último, están las víctimas del posconflicto. Las 56 familias de Medellín que han tenido que irse de sus casas este año, desplazadas a la fuerza por miembros de las autodefensas que aún controlan sus barrios, aunque técnicamente están desmovilizados. Las dos niñas de 14 y 19 años, violadas hace unas semanas en esa misma ciudad, por ex miembros de las AUC. A una la agarraron entre tres, cuando subía la cuesta camino a su casa, y la forzaron. Al otro día volvieron a su casa y obligaron a su familia a mirar. A la otra, la metieron en un carro y abusaron de ella en un lote de rastrojo. Ninguna quiso identificar a sus victimarios. Temen sufrir las retaliaciones.

¿Es esto parte del conflicto armado, o ya no?

Es probable que la Comisión haga lo posible por abrir el espectro. La idea es incluir, no excluir. Pero por querer abarcar el mar de víctimas, pueden quedarse sin atender a ninguna.

Ya para qué
Son escasos quienes piden larga prisión para sus victimarios.
Desde cuando mataron a su hermano, Dolly Enríquez, poeta caleña de 29 años, se dedicó a trabajar con la Corte de Mujeres. Se reúnen a exorcizar las penas que les dejó la guerra, con bailes, canciones y teatro. Su hermano era su amigo, su compinche, su todo. ¿Quiere que los asesinos paguen años de cárcel? Dolly se quedó en silencio un rato, y luego dijo: “Ya para qué” y empezó a tararear “Ya la muerte no nos devuelve lo que nos quitó… adiós canoa me voy pa’ Beté”. Recuerda que se la oyó cantar a una mujer desplazada, mientras golpeaba la ropa que lavaba contra la piedra. David Valecillas, un líder comunitario de Sabaletas, en Buenaventura, dice que sería bueno “castigarlos, poniéndolos en tratamiento a ver si pueden regenerarse” y María Zabala preferiría que los pongan a trabajar por la sociedad.

Hablé con más de 20 personas que han sufrido el conflicto en carne propia, con experimentados líderes sociales, comisionados que llevan 11 meses escuchando a las víctimas, con fiscales que deben implementar la Ley de Justicia y Paz, con religiosos que las han acompañado por años, y nadie conoce a una víctima que quiera un cheque millonario como reparación. Es más complicado que eso.

Primero piden que les devuelvan lo que les arrebataron. Las Madres de la Candelaria no piensan ni perdonar ni olvidar hasta cuando aparezcan sus desaparecidos, vivos o muertos. Sería su principal reparación, si es que eso es una reparación.

También aspiran a recuperar su buen nombre. Como la familia de aquel joven que aserraron en Florida los paramilitares delante de todos, dizque por guerrillero. “Nadie se atrevió a defenderlo, aunque todo el pueblo lo conocía desde niño y sabía que era sano”, dice un testigo de los hechos.

No menos importante es que les devuelvan sus tierras robadas. Según cálculos de expertos, al menos 150.000 familias fueron despojadas a la fuerza de sus fincas. A mediados de agosto, ya habían llegado 206 peticiones de grupos de víctimas que están reclamando las tierras que les quitaron, a la Unidad de Justicia y Paz de la Fiscalía. Por ejemplo, Marlene Galindo y otros reclaman que les devuelvan sus parcelas de la finca La Gloria, en el corregimiento de La Meza, en Valledupar, que han sido ocupadas por miembros del Bloque Norte que comanda ‘Jorge 40’.

¿Cómo devolver cada terreno, si la mayoría de sus propietarios originales no contaban con título? ¿Cómo, si se cometieron tantos fraudes, ‘notarizando’ ventas nunca efectuadas? La Procuraduría ha advertido, con razón, de la necesidad urgente de fortalecer las instituciones que deberán restituir las tierras, el Incoder, Igac y la Superintendencia de Notariado y Registro. La Comisión planea además presentar una legislación de emergencia para devolver tierras sin demasiados trámites, y sin deudas. Hasta ahora, sin embargo, no se ve voluntad política en el alto gobierno para fortalecer y sanear estas entidades.

Buen trato
Antes de que las víctimas pidan restitución, ni indemnización alguna, esperan ser tratados como ciudadanos con derechos. A las niñas que fueron a poner el denuncio de la violación en Medellín, los fiscales preguntaron si no sería que hicieron algo para merecerlo. A Gloria Inés, de El Peñol, la fiscal del caso del asesinato de su marido no le cree porque no tiene testigos cuando se lo llevaron a las 4 de la mañana. A María Zabala le tomó seis años lograr que la inscribieran como desplazada y las tierras que al fin le dieron están llenas de deudas. A Julio César González, líder del Bajo Calima, en el Pacífico, de donde fueron desplazados por los paramilitares, lo tenía contento que retornaran tantas familias a su hogar, pero ahora ha visto a la Fuerza Pública hostigándolos.

Víctimas vueltas a victimizar por los funcionarios del Estado. En lugar de tratarlos como a los más especiales ciudadanos por todo lo que han sufrido, los tratan “menos que humanos”, como dijo un hombre desplazado que vivió tres años hacinado en el coliseo de Buga.

“Lo primero que quieren las víctimas es que se respete su decisión de vivir como han elegido, explica Leonardo Herrera, un joven brillante que trabaja con el Comité de Cafeteros de Jamundí para atender a la población que vive entre varios fuegos. No necesariamente quieren volver al campo. Después de que uno le ha dedicado la vida a ser campesino y lo arrasan todo en horas, es difícil volver a apostarle a eso”. Mario Agudelo, líder de comunidades negras disueltas a la fuerza sobre los ríos Anchicayá, Raposo y Yurumanguí, está de acuerdo. “El Estado tendría que sentarse con las comunidades a ver sus prioridades, y el mecanismo de reparación de daños no puede estar lleno de requisitos que no se puedan cumplir”.

En su proyecto de Plan Nacional de Reparación, la Cnrr quiere que sean las propias organizaciones que han trabajado con las víctimas las que las atiendan. Es una buena idea. No obstante, aterrizarla y poner a andar un programa que, suponiendo, apenas repare a las 40.000 víctimas directas de los últimos años –sin contar a los desplazados– es un desafío administrativo gigante. Despertar expectativas y no responder sería retroalimentar el conflicto con más rabia.

¿Toda la verdad?
Saber qué pasó, eso quieren todas las víctimas. Saber por qué fueron atacadas. Y cada verdad individual dependerá del proceso judicial en el cual, según la ley, se confronte a los victimarios desmovilizados y que éstos den las explicaciones. ¿Cómo se manejarán estas tensas audiencias públicas? ¡Habrá que tener coraje para decirle a un Mancuso o, eventualmente, a un ‘Mono Jojoy’, en la cara, todo lo que han hecho sufrir! Más, si no hay la certeza de que ya no harán más daño. Por eso es clave que el seguimiento de la Cnrr a los procesos de desarme y desmovilización sea, como explica Patricia Buriticá, dirigente sindical y comisionada, “una voz ética que alerte sobre lo que no está funcionando”.

Mucha gente quiere también la otra verdad, la histórica, la pública. A Ana Teresa Bernal, líder en asuntos de paz y miembro de la Cnrr, no se le olvida la conclusión de un taller de víctimas a donde asistió en Sucre: “Y que todo el mundo se entere de lo que nos sucedió para que nunca vuelva a suceder”.

Buscar esta verdad es una tarea que le dio la ley a la Comisión. Ésta ya contrató a los expertos que la harán con base en otras investigaciones, en testimonios de la gente y en expedientes judiciales. ¿Hasta dónde contar todo lo que encuentren? “Si se quiere la verdad, dice Pizarro, es para reconciliarnos. Pero, en medio del conflicto aún, no sé si lo mejor para la reconciliación es hacer público quién financió a quién, quién fue cómplice de quién. ¿Podrá eso desatar, como sucedió en Rwanda, más violencia?”.

Está la otra cara de la moneda. Leonardo Díaz, de Jamundí, se pregunta por ejemplo, “cómo se va a reconciliar con la sociedad quien sabe que detrás de los hombres armados que lo desplazaron estaba un empresario, un militar, o el honorable congresista y sigue viéndolo actuar en público como persona respetable?”

El logro de la sociedad colombiana sería conseguir ese balance entre revelar la verdad que necesita el país para reconciliarse de veras, y guardar para después la que aún no puede tolerar sin causar nuevas venganzas. Peor, con ejércitos enormes aún guerreando, como las Farc, y con la paz con las AUC a medio camino. ¿Es esto posible antes de que termine el conflicto?.

Ciudadanos de primera
Cuando se le pregunta por reparación, la gente sencilla que ha sido víctima pide que el Estado cumpla sus obligaciones prioritariamente con ellos. Algunos saben que legalmente, dar educación, salud, vivienda, no se puede considerar una reparación. Pero se sentirían mejor si se las dieran. Araceli Vallejo, de El Peñol, cuya hija de 16 años fue acribillada por un grupo armado, junto con su novio, no se quita la pena moral de haber tenido que ver sus cuerpos tirados en la carretera por horas, sin lograr que alguien viniera a hacer el levantamiento. Ella pide apoyo sicológico, ayuda humanitaria, oportunidad de trabajo, para “sacarle a su hijo de 14 las ganas de vengarse”. Y Blanca Nelly González, que era madre comunitaria en Abejorral, resolvió ayudar a sus vecinas, cuando vio que los niños que cuidaba jugaban al velorio: uno de 5 años hacía de muerto, y las niñas, de viudas. Ella quiere que se apoye más a las mujeres. Mario, de la zona rural de Buenaventura, que ayuden a restaurar la organización comunitaria que se rompió, y Leonardo, de Jamundí, “hacer a la gente un poco más feliz, para que lo bueno de hoy pese en sus recuerdos más que lo malo del pasado”.

Las reparaciones individuales también incluirán sumas de dinero por los daños sufridos, según fallen los magistrados. En esto, la vigilancia especial que se han propuesto ejercer la Procuraduría y la Contraloría sobre el Fondo de Reparación es central. Es peligroso que los procesos degeneren en complicidades corruptas entre abogados y magistrados para repartirse la plata de la reparación. El caso de Foncolpuertos dejó suficientes lecciones al respecto. Y ya se asoman los avivatos –más de 30 expedientes presentados por abogados que dicen representarlas tan sólo en la Fiscalía de Bogotá– que están vendiéndoles a las víctimas cuentos de que se harán millonarios con las reparaciones que le saquen al Estado.

Vivir en paz
“Seguramente el perdón llegará si nos dejan en paz”, dice David Valecilla, de Buenaventura. Esa es, en últimas, el ansia mayor de las víctimas: que las dejen vivir tranquilas. Hasta Pizarro, quien fue baleado y se salvó de milagro, aspira sobre todo a volver a caminar por la calle sin temor.

Por eso, paradójicamente, frente a las víctimas de hoy, y para evitar las del futuro, la mayor responsabilidad del Estado es conseguir, cuanto antes, la desmovilización y completo desarme de los grupos armados ilegales. Si les garantizan que nunca más volverán a sufrir estas atrocidades, incluso muchos estarían dispuestos a aceptar que los castigos contra sus victimarios sean menores que sus crímenes. Y es probable que acepten indemnizaciones más modestas, siempre y cuando vean que el Estado los trata con respeto, los escucha y atiende sus necesidades más urgentes.

Las víctimas del conflicto armado tienen más fuerza hoy que nunca para exigir sus derechos, y el Estado tiene la enorme responsabilidad de responderles con seriedad. Es la única garantía de que el ciclo de la violencia no se vuelva a repetir y, como dice María Zabala, lograr que las madres sigan “disponiendo su corazón para hacer que sus hijos saquen el odio que tenían guardado ahí y crean que este mundo es posible sin guerra”.

Publicado en Revista Semana/ www.semana.com

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